Año tras año, enero comienza con promesas: “Esta vez será diferente”. Nos decimos que vamos a cambiar, que esta vez alcanzaremos nuestras metas. Sin embargo, al poco tiempo, muchas de esas resoluciones comienzan a tambalearse. Sabemos que habrá obstáculos en el camino, y cuando nos topamos con ellos, no nos sorprenden. De hecho, somos plenamente conscientes de su presencia.
El problema no es que ignoremos los desafíos, sino que el marco desde el que los interpretamos suele ser el equivocado. Vemos esas rocas como pruebas de nuestra incapacidad, como señales de que no tenemos suficiente fuerza de voluntad o motivación, en lugar de entenderlas como oportunidades para ajustar nuestro enfoque y comprender mejor qué necesitamos. En este artículo, exploramos tres de estas rocas comunes—obstáculos que a menudo malinterpretamos—y cómo podemos redirigir nuestra perspectiva para que dejen de bloquearnos y nos ayuden a avanzar.
Roca 1: Creemos que nos falta motivación, cuando quizás nos sobra
Uno de los errores más comunes es asumir que el problema detrás de nuestras resoluciones fallidas es la falta de motivación. Nos decimos: “No tengo suficiente fuerza de voluntad”, “Soy demasiado vago”, o “Me falta disciplina”. Sin embargo, esto no siempre es cierto. De hecho, podrías estar rebosante de motivación, pero dirigida hacia el lugar equivocado.
Piénsalo: si no haces ejercicio, si procrastinas en tus tareas o si caes repetidamente en ciertos hábitos, es porque esos comportamientos están satisfaciendo algo. Cada acción que repetimos, incluso las que parecen perjudiciales, cumple una función. Quizás evitas hacer ejercicio porque quedarte en casa viendo una serie te da una sensación inmediata de comodidad y seguridad. O tal vez procrastinas porque enfrentar tus pendientes te genera ansiedad, y evadirlos te permite evitar ese malestar, al menos por un rato.
El problema, entonces, no es que carezcas de motivación, sino que tu motivación actual está enfocada a alimentar comportamientos y alcanzar objetivos que no te acercan a tus nuevas metas. Para cambiar esto, necesitas entender qué te impulsa realmente. Pregúntate:
- ¿Por qué comencé a desarrollar esta rutina? ¿Qué beneficios me aportó en su momento?
- ¿Qué obtengo al mantenerme en ella a día de hoy? ¿Qué necesidad estoy cubriendo con cada uno de mis comportamientos actuales?
- ¿Por qué quiero superarla? ¿Qué elementos de mi vida hace que ya no funcione o sea suficientemente satisfactoria para mi?
Visualiza el siguiente caso: Cristina está convencida de que la razón por la que no es capaz de realizar sus proyectos creativos es que es una perezosa. Piensa que si fuera más disciplinada, podría cumplir con sus metas sin dificultad. Pero lo que Cristina no alcanza a ver es que su procrastinación no es un acto de vagancia, sino una estrategia que su mente ha desarrollado para protegerla. Retrasar tareas, aunque frustrante, no es simplemente evitar el trabajo: es evitar emociones incómodas y preservar una sensación de seguridad. Para Cristina, eliminar este hábito puede parecer, aunque de manera inconsciente, un riesgo emocional demasiado alto.
Es posible que, en algún momento, Cristina enfrentara tareas complejas o emocionalmente desafiantes que la hicieron sentir vulnerable. Retrasarlas no fue un acto irracional, sino una decisión cargada de lógica. Considéralo detenidamente: al posponer esas actividades, Cristina encuentra una forma de evitar el miedo al fracaso y la incomodidad inherente al proceso de ejecución. Cuando las ideas se hayan en el terreno de lo potencial, se mantienen perfectas, intactas y libres de críticas. Sin embargo, esa sensación de perfección se desmorona en cuanto intenta materializarlas.
Cada vez que Cristina da el paso de convertir una idea en realidad, se encuentra atrapada en un ciclo interminable de mejora. Cada avance parece abrir nuevas dudas: “¿podría hacerlo mejor? ¿faltará algo? ¿me estoy dejando algo super importante sin darme cuenta?”. Este perfeccionismo no solo prolonga el proceso, sino que la llena de insatisfacción con los resultados obtenidos. A pesar de haber invertido tiempo y esfuerzo, Cristina concluye con frecuencia que ha “perdido el tiempo” porque su proyecto no alcanza los estándares ideales que imaginaba. Este patrón refuerza su temor al fracaso y la mantiene atrapada en un bucle de postergación y frustración.
Estas experiencias, lejos de ser un recuerdo pasajero, dejan una marca profunda en Cristina. El miedo a repetir esa abrumadora sensación, a enfrentarse nuevamente al malestar de lo inacabado o imperfecto, ha construido una barrera invisible que dificulta asumir nuevos retos. Este miedo la lleva a postergar una y otra vez, atrapada en la aparente seguridad de lo que nunca se intenta. Para Cristina, procrastinar no es solo evitar el esfuerzo: es evitar el riesgo de decepcionarse nuevamente consigo misma.
Cristina debe comprender que el resultado perfecto no existe y que la ambigüedad es una parte inevitable de la vida. Avanzar no significa luchar contra ella, sino aprender a aceptarla y hacerle espacio en su día a día. Esto, por supuesto, es más fácil decirlo que hacerlo. De hecho, al plantear esta nueva perspectiva, podría parecer que hemos complicado aún más el problema de la procrastinación. Lo que antes se veía como una simple falta de disciplina ahora se revela como algo más profundo, ligado a emociones difíciles de manejar.
Sin embargo, este proceso es esencial. La narrativa de que su procrastinación es fruto de la pereza o la falta de motivación es particularmente dañina, ya que refuerza la baja autoestima de Cristina y la empuja a depender aún más de la perfección para validarse. Este ciclo, en el que el miedo al fracaso y la autocrítica se retroalimentan, hace que cada intento de avanzar parezca más difícil que el anterior. Al desmontar esta creencia y entender que su procrastinación es una estrategia lógica para evitar el dolor emocional, Cristina puede empezar a romper este círculo vicioso y construir una relación más saludable con sus propias metas, basada en autocompasión y en lo que realmente importa para ella.
Roca 2: Nuestras metas están absolutamente desconectadas
Otro gran obstáculo es que muchas veces nuestras resoluciones no están alineadas con lo que de verdad valoramos. Nos proponemos metas que parecen importantes o deseables, pero que, al examinarlas de cerca, no siempre están conectadas a nuestros deseos más profundos. En muchos casos, son metas que hemos arrastrado por años y que en ningún momento hemos tratado de arraigar a nuestra vida de forma fidedigna.
Queremos leer más, hacer ejercicio o ahorrar dinero, pero cuando nos enfrentamos a las dificultades de mantener estas metas, nuestras razones suelen quedarse en lo superficial: “Porque es bueno para mí”, “porque me gustaría hacerlo más a menudo”, “porque potenciará mis buenas cualidades”. Estas justificaciones pueden parecer válidas, pero carecen del peso emocional necesario para sostenernos cuando las cosas se complican.
Imaginemos ahora el caso de Sofía. Al inicio del año, se propuso como propósito de Año Nuevo empezar a hacer ejercicio regularmente. Se apuntó al gimnasio, compró ropa deportiva nueva y durante las primeras semanas se esforzó en cumplir con su plan. Sin embargo, al cabo de un mes dejó de ir.
Inicialmente, pensó que el problema era una falta de fuerza de voluntad, que simplemente no tenía la disciplina necesaria para alcanzar sus metas. Pero al detenerse a reflexionar, comprendió que su objetivo no falló por falta de compromiso con su salud, sino porque estaba desconectado de todos los demás aspectos de su vida, tanto la externa como la interna.
Aunque Sofía sabía que mantenerse activa y en forma era importante para su bienestar, cada visita al gimnasio se sentía como una obligación aislada, una tarea más que añadir a su rutina ya saturada. Su meta carecía de un vínculo claro con el resto de los aspectos de su vida. El problema no radicaba en su capacidad para comprometerse, sino en que estaba abordando el ejercicio como un objetivo independiente, sin integrarlo en un contexto que le resultara significativo o satisfactorio.
Fue al profundizar en sus valores cuando Sofía comenzó a replantearse su enfoque. Descubrió que podía conectar su meta de hacer ejercicio con otros aspectos que le importaban, como pasar tiempo de calidad con su familia y disfrutar de la naturaleza. Visualizó cómo las actividades físicas podían transformarse en algo más que una tarea: una tarde de senderismo con sus hijos o un paseo en bicicleta no solo la ayudarían a mantenerse activa, sino que también fortalecerían los momentos compartidos con su familia.
Con este nuevo enfoque, el ejercicio dejó de ser un fin en sí mismo y se convirtió en una herramienta para alinearse con lo que realmente valoraba. Sofía quería tener la energía necesaria para vivir momentos especiales con sus hijos, explorar el mundo junto a ellos y enseñarles, a través del ejemplo, la importancia de cuidarse. Al conectar su propósito con sus valores más profundos, transformó su relación con el ejercicio, haciendo que este dejara de ser una carga y se convirtiera en algo sostenible y lleno de sentido.
Esto se debe a que, cuando nuestras metas están conectadas a un sistema de valores bien integrado, ganan una fuente de motivación que va más allá de un impulso momentáneo. En lugar de depender únicamente de nuestra fuerza de voluntad en un día específico, estas metas se alimentan de una red de significados más amplia. Si surge un obstáculo que nos detiene, como la falta de tiempo o un imprevisto, podemos apoyarnos en otros valores relacionados para mantenernos en marcha. Esto nos permite adaptarnos y buscar alternativas sin perder de vista lo que realmente nos importa.
Volviendo al caso de Sofía, supongamos que un día surgió un imprevisto: un proyecto urgente en el trabajo arruinó su plan de hacer un paseo en bicicleta con sus hijos. En lugar de verlo como un fracaso, Sofía comprendió que su objetivo no se reducía a cumplir actividades específicas, sino a mantenerse conectada con sus valores fundamentales. Reconoció que su compromiso con la actividad física y el tiempo en familia podía adaptarse a las circunstancias, y esa misma semana organizó una caminata después de cenar. Este enfoque le recordó que las metas no son rígidas, sino flexibles, y que lo importante es mantener vivo aquello que da sentido a sus acciones, incluso cuando las circunstancias se complican.
Para que tú también puedas replantearte tus metas de manera significativa, como lo hizo Sofía, es importante reflexionar sobre tus propios valores. Más allá de seguir ejemplos externos, necesitas herramientas que te permitan profundizar en lo que realmente importa para ti. Por eso, te proponemos algunas preguntas clave que pueden ayudarte a descubrir esa conexión profunda entre tus objetivos y tus valores, dándoles un sentido que los haga sostenibles y motivadores:
- ¿Qué me motiva realmente a querer lograr esto?
- ¿De qué manera refleja algo que realmente deseo?
- ¿Cómo se alinea esta meta con las cosas que más valoro en mi vida?
- De abandonar esta meta ¿qué significaría para mí, mis valores y mi futuro?
- Si lograra alcanzarla, ¿qué impacto tendría en mi forma de ver las cosas?
- ¿Cómo podría este objetivo alinearse mejor con las cosas que ya disfruto o valoro?
- ¿Cómo influiría en mis relaciones con las personas importantes en mi vida si alcanzo este objetivo?
- ¿Qué emociones espero experimentar al lograr esto, y por qué son significativas para mí?
- ¿Cómo podría transformar esta meta en algo que nutra varios aspectos de mi vida, no solo uno?
Roca 3: Idealizamos nuestro ‘yo’ futuro
Muchas veces fallamos porque confiamos demasiado en el ‘yo’ del futuro. Decimos: ‘Mañana haré ejercicio’ o ‘Mañana empezaré mi dieta’. En ese momento, sentimos que estamos tomando una decisión razonable: ‘Hoy estoy cansado, pero mañana tendré más energía y ganas’. Sin embargo, cuando el mañana llega y nos convertimos en el ‘yo’ del futuro, descubrimos que las resistencias no han desaparecido y, encima, cargamos con la frustración de habernos fallado una vez más.
Solemos concebir al ‘yo’ del futuro como alguien mejorado, más fuerte, disciplinado y motivado que nosotros en el presente. Esta visión idealizada, aunque reconfortante, es profundamente irreal. Le atribuimos capacidades que no poseerá, esperando que mágicamente pueda asumir responsabilidades que hoy nos parecen abrumadoras. Sin embargo, ese ‘yo’ tendrá sus propios desafíos: su cansancio, sus prioridades y sus miedos, muy similares a los que ya vivimos.
¿Y si dejáramos de ver al ‘yo’ de mañana como una extensión de nosotros mismos y empezáramos a tratarlo como un amigo a quien queremos cuidar? Así como preparamos detalles para facilitarle la vida a quienes queremos—como limpiar, preparar una comida o hacer un favor poco placentero—podemos hacer lo mismo por nuestro ‘yo’ de mañana. Estos pequeños gestos no solo fortalecen nuestra capacidad de autocompasión, sino que también crean un camino más llevadero para que ese ‘yo’ pueda actuar sin las trabas con las que nuestro ‘yo’ de hoy se ha encontrado.
Si sabes que mañana te costará levantarte temprano para salir a correr, podrías dejar tu ropa deportiva lista esta noche, preparar una botella de agua y elegir una playlist que te motive. Estos pequeños actos no solo reducen la fricción entre tu decisión y la acción, sino que también envían a tu ‘yo’ futuro un mensaje claro: “Me importa tu bienestar, y quiero ayudarte a lograrlo”. Y lo más interesante es que tu ‘yo’ futuro, al experimentar el impacto positivo de estas acciones, puede sentirse agradecido y reforzar su deseo de continuar cuidando de su propio ‘yo’ futuro. Al ver lo sencillo que resulta avanzar con ese pequeño empujón, se genera un ciclo en el que el cuidado mutuo reemplaza la culpa y la postergación, transformando el esfuerzo en una relación de apoyo constante contigo mismo.
Despejando el camino hacia el cambio
Si hay algo que estas tres rocas dejan claro, es lo siguiente: las metas que realmente transforman no solo requieren esfuerzo; requieren conciencia. A lo largo de este recorrido, hemos descubierto que el problema no suele ser la falta de capacidad o motivación, sino el marco desde el que interpretamos nuestras propias dificultades. Hemos aprendido que cada obstáculo, cada “roca” en el camino, no es un enemigo que debemos superar a toda costa, sino un espejo que refleja algo más profundo: nuestros miedos, nuestras prioridades mal alineadas, y la desconexión con nuestro propio cuidado. Enfrentarlas con compasión y curiosidad es el primer paso para construir un sistema que no solo nos acerque a nuestras metas, sino que también nos permita sostenerlas en el tiempo.
Alba Psicólogos
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