En muchas ocasiones en terapia trabajamos la necesidad de establecer límites en las relaciones con los demás, precisamente para poder construir relaciones más sanas basadas en el respeto a uno mismo y por consiguiente, a las personas que nos rodean.
A menudo, cuando hablo de los límites suelo imaginarme una gran pradera divida por una valla blanca, de madera, perfectamente pintada y barnizada. No me imagino una valla alta de metal en forma de malla vieja y oxidada, que me produzca rechazo o me asuste. Tampoco me imagino una valla con un solo alambre, que pueda saltarse por arriba o por debajo. Tiene que ser una valla visible, fácilmente identificable para ambas partes, una valla amable que separa claramente mi territorio.
Los límites son necesarios, más allá de para delimitar una parcela, para sentirnos cómodos y a gusto en ella. Por eso, cada uno de nosotros necesitará unos diferentes dependiendo de nuestras relaciones, y tenemos que comprender que lo que para mí no es un límite sí puede serlo para otra persona, y al revés. No obstante, es cierto que hay límites que deberían ser universales como no permitir faltas de respeto, humillaciones, agresiones, etc.
Una mamá y un papá pueden marcar el límite con sus familiares de no recibir críticas sobre su forma de crianza. Un hijo puede poner el límite con sus padres de no recibir información sobre sus problemas de pareja. Una persona puede poner el límite en su trabajo, decidiendo dejar de hacer horas extras sin remunerar. Un hermano puede poner el límite con el resto de sus hermanos a la hora de repartirse el cuidado de sus padres mayores. Existen tantos límites como tipos de relaciones y es que son muy necesarios para poder construir, como decíamos al principio relaciones más sanas.
Cuando los ponemos desde el principio, parece que jugamos la relación con unas normas para ambos equipos. Puede ser el caso de una pareja, que establece muy bien sus espacios y tiempos individuales desde que comienzan a salir. Sin embargo, en muchos casos, los límites son puestos a posteriori cuando la persona empieza a experimentar un intenso malestar, al ver continuamente vulnerados sus derechos y necesidades. Y es entonces, cuando el entorno empieza a sorprenderse de que empecemos a poner límites.
El caso de María:
Por ejemplo, María, siempre acostumbraba a ayudar a las personas de su alrededor, priorizando las necesidades de los demás frente a las suyas propias. Poco a poco se dio cuenta de que estaba desatendiendo sus intereses y de que apenas tenía tiempo libre para ella. Cuando no estaba cuidando a sus sobrinos, estaba ayudando a una de sus amigas para la fiesta de cumpleaños de su hija, cuando no estaba regando las plantas de sus padres que se habían marchado de viaje, estaba en la oficina ayudando a su jefe con un proyecto, cuando no estaba en el médico con su suegra, tenía que ir a la tintorería a recoger el traje de su marido.
Cuando María empezó a poner límites, parte de su entorno no la entendió. “¿Pero de verdad no te puedes quedar con los niños esa noche? Ya sabes que ellos te adoran. ¿Le vas a hacer ese feo a tu hermana y tus sobrinos?” y ante ese tipo de comentarios a María le podía la culpa, y dudaba de la necesidad de sus límites. Tuvo que aprender que culpa no tenía, y que estaba actuando acorde a sus necesidades, pero que a las personas que la rodeaban les iba a costar entenderlo, porque ella siempre les había priorizado, y era algo que les beneficiaba. Y perder un beneficio, no siempre es bien recibido por los demás. Su hermana, por ejemplo, tuvo que aceptar que tendría que buscarse una niñera y que no podía recurrir a María siempre que quisiera salir a cenar.
Los límites son necesarios, porque son el camino hacia nuestro propio respeto, nos ayudan a sentirnos más cómodos en nuestras relaciones y con nosotros mismos.
Alba Psicólogos
Avda. Príncipes de España, 41 (28823 – Coslada, Madrid)
hablamos@albapsicologos.com 91.672.56.82
Imágenes texto: https://pixabay.com/en