Vivimos en una era definida por la abundancia de opciones. Desde elegir qué leche comprar —entera, desnatada, de soja o de almendra— hasta tomar decisiones trascendentales como escoger una carrera profesional, una ciudad donde vivir o una pareja, nos enfrentamos a un universo infinito de posibilidades. En teoría, esto debería ser una bendición. Al fin y al cabo, ¿no es la libertad uno de los derechos más preciados en nuestras sociedades? Sin embargo, esta sobreabundancia suele convertirse en una fuente de ansiedad.
El abrumador peso de la libertad
“El ser humano está condenado a ser libre”, decía Jean-Paul Sartre, y a ningún psicólogo contemporáneo le sorprendería esta afirmación. Tiene todo el sentido del mundo. La libertad absoluta que Sartre describe no es una liberación placentera; es, más bien, una carga que enfrentamos día a día. Al no haber una esencia predeterminada que dicte quiénes somos o cómo debemos actuar, somos responsables de cada decisión que tomamos, y con ello, de las consecuencias que se derivan.
Sartre describía esta experiencia como la angustia de sabernos arquitectos de nuestra propia vida, un vértigo que surge al asomarnos al abismo de posibilidades y entender que no hay nadie más a quien culpar por lo que decidimos o dejamos de decidir. La responsabilidad que conlleva la libertad puede ser paralizante, porque cada elección no solo implica una afirmación de lo que queremos, sino también una renuncia a todo lo que dejamos atrás.
Superando el primer obstáculo
Sartre nos invita a aceptar ese peso como una condición inevitable de la existencia humana. Reconocer esta responsabilidad no nos libera de la angustia, pero sí nos permite vivir con mayor autenticidad. La próxima semana exploraremos con mayor concreción cómo tomamos decisiones, los factores que nos influyen y ejercicios prácticos para enfrentar la incertidumbre. Sin embargo, antes de llegar a ello, ******debemos detenernos en un obstáculo central que a menudo sabotea nuestras elecciones desde el primer instante: el mito de “la decisión correcta”.
Este ideal actúa como una trampa inmediata, porque condiciona no solo la forma en que evaluamos nuestras opciones, sino también cómo definimos el problema que enfrentamos. Desde el primer momento, este mito nos hace pensar que una de las dos opciones será capaz de garantizarnos más felicidad o éxito que la otra. Esto nos lleva a un enfoque rígido que está destinado a la desilusión y a la frustración. Por eso, antes de avanzar, es esencial desmitificar este obstáculo para liberar espacio mental y emocional, permitiéndonos afrontar las decisiones con una perspectiva más abierta y realista.
Es hora de desmistificar nuestras narrativas
Y es que, la realidad es mucho más matizada. Las decisiones no son “correctas” o “incorrectas” en un sentido absoluto; son el reflejo del contexto en el que vivimos, de las prioridades que tenemos en un momento específico y de los valores que guían nuestras elecciones. Más importante aún, son dinámicas: una decisión que hoy parece acertada puede evolucionar con nosotros, mientras que otra, aparentemente errónea, puede convertirse en una oportunidad inesperada. No elegimos en un vacío, sino en un flujo constante de cambios y aprendizajes, donde lo “correcto” no es más que una narrativa que construimos en retrospectiva.
Esta comprensión no solo desmitifica el ideal de perfección, sino que nos invita a cambiar el enfoque: en lugar de buscar obsesivamente la decisión perfecta, podemos dirigir nuestra energía a dar significado y propósito a lo que hemos elegido. Ahí es donde radica el verdadero poder de decidir.
El desafío, entonces, no se ubica en buscar decisiones sin riesgos ni incertidumbre, sino en reformular nuestra relación con ellas. No se trata de encontrar lo correcto, sino de aceptar nuestras elecciones como imperfectas pero válidas, comprometiéndonos con ellas para darles sentido. Cada decisión, aunque venga con desafíos, también trae consigo oportunidades de aprendizaje, crecimiento y transformación.
Este rígido marco no solo condiciona cómo abordamos las decisiones, sino también cómo interpretamos sus resultados. Para entender mejor cómo este mito influye en nuestra relación con lo que elegimos, veamos dos casos: Laura y Diego. Ambos enfrentan decisiones importantes, pero sus maneras de abordarlas —y las narrativas que construyen en torno a ellas— nos muestran dos perspectivas radicalmente diferentes sobre la libertad y el compromiso.
El caso de Laura
Imagina a Laura, una joven profesional que recibe una oferta laboral única: un puesto en una multinacional con beneficios extraordinarios y gran prestigio, pero que implica mudarse a otro país. Laura reflexiona profundamente sobre la propuesta, hablando con su pareja y amigos cercanos, quienes representan pilares importantes en su vida. Aunque reconoce el valor de la oportunidad, no puede ignorar lo que significaría distanciarse de su red de apoyo y de la comunidad que tanto ha cultivado. Tras semanas de introspección, decide rechazar la oferta. Para Laura, la posibilidad de seguir compartiendo cenas improvisadas con su grupo de amigos, caminar por las calles que siente como hogar y construir una vida junto a su pareja pesa más que los beneficios económicos o profesionales que promete el trabajo.
Los primeros meses después de tomar su decisión no son fáciles. Laura se encuentra preguntándose si ha cometido un error, especialmente cuando ve a sus colegas aceptar ofertas similares y presumir de sus logros en redes sociales. Sin embargo, decide enfocarse en lo que tiene: su trabajo actual, aunque menos glamuroso, le permite tiempo y flexibilidad para explorar proyectos que realmente la apasionan. Comienza a participar en iniciativas locales de voluntariado, lo que no solo le aporta satisfacción personal, sino que amplía su red de contactos en su campo profesional. En su vida personal, se esfuerza en fortalecer sus vínculos, organizando viajes con sus amigos y dedicando tiempo a construir una relación sólida y estable con su pareja.
Años después, Laura mira hacia atrás con serenidad. Aunque sigue consciente de lo que dejó pasar, reconoce que su decisión reflejaba quién era en ese momento y lo que valoraba. Al comprometerse activamente con su elección, ha logrado construir una vida rica y significativa. Las amistades que priorizó se han convertido en un apoyo constante, su relación amorosa ha evolucionado hacia algo más profundo, y ha encontrado satisfacción en un trabajo que, aunque inicialmente parecía modesto, le ha permitido crecer de maneras inesperadas. Su serenidad no viene de creer que su elección fue perfecta, sino de haber trabajado para darle propósito y sentido.
El caso de Diego
Diego también recibe una oferta laboral única, con beneficios excepcionales y la posibilidad de construir una carrera envidiable. Para él, tomar la decisión es un proceso lleno de dudas y tensión. Pasa semanas reflexionando, analizando pros y contras y buscando señales que le indiquen cuál es “la decisión correcta”. Habla con amigos, familiares y colegas, pero sus respuestas le generan más incertidumbre que claridad. No puede evitar pensar: ¿Y si me equivoco? ¿Y si hay algo que no estoy considerando y todo sale mal?
Finalmente, Diego decide aceptar la oferta. Lo hace convencido de que, tras todo ese análisis, es la opción más correcta. Piensa que una oportunidad como esta no aparece todos los días y que rechazarla podría ser un error irreparable. Sin embargo, en el fondo, no se siente completamente en paz: aunque ha elegido, sigue preguntándose si realmente era la mejor opción. Pero decide seguir adelante con la esperanza de que los resultados demuestren que tomó la decisión adecuada.
Los primeros meses en su nuevo entorno son más complicados de lo que imaginaba. La mudanza a otro país lo sumerge en un mar de cambios: barreras culturales, un trabajo más competitivo de lo que esperaba y una red de apoyo social que ya no está presente. Aunque Diego intenta adaptarse, se siente emocionalmente desgastado. Los desafíos laborales y personales se acumulan, y los frutos que esperaba obtener de esta “gran decisión” no llegan con la inmediatez ni la claridad que anticipaba.
En lugar de procesar su incomodidad como parte de un proceso de adaptación natural, Diego interpreta sus dificultades como una señal de que se equivocó al elegir. El marco mental con el que abordó la elección ******—la idea de que existía una decisión “correcta” que debía garantizar éxito y satisfacción— lo lleva a una narrativa autocrítica: si estoy sufriendo, entonces es porque fallé en mi decisión. Esta perspectiva afecta su relación con la elección, haciéndolo más pasivo frente a los desafíos. En lugar de buscar formas de construir significado en su nueva realidad, Diego se queda atrapado en la nostalgia de lo que dejó atrás, idealizando la vida que habría tenido si hubiese decidido quedarse. Su interacción con la decisión está mediada por un constante “¿y si?”, que amplifica sus dudas y limita su capacidad de comprometerse plenamente con su nueva vida.
Con el paso del tiempo, Diego reflexiona sobre su experiencia con un sentimiento de arrepentimiento. A diferencia de Laura, quien también analizó profundamente su elección pero la asumió como un compromiso personal, Diego delegó gran parte de su bienestar en la idea de haber elegido “correctamente”. Su enfoque conceptual no solo ha acabado aumentando su ansiedad inicial, sino que también ha limitado su habilidad para encontrar propósito en el camino.
Reformulando nuestra relación con las decisiones
Si algo nos muestran estos dos casos es que, a veces, el marco mental con el que abordamos nuestras decisiones tiene más peso que el contenido de estas. Esto no significa que decidir sea fácil o que no importe lo que elegimos. Al fin y al cabo, cada elección cierra puertas, deja alternativas atrás y nos adentra en una nueva realidad alejada de lo que “podría haber sido”.
No obstante, aceptar que esta realidad forma parte de cualquier decisión que tomemos es fundamental para reconciliarnos con nuestras decisiones. Las pérdidas, renuncias y desafios son inherentes al acto de elegir. Toda decisión, por pequeña o trascendental que parezca, conlleva riesgos y sacrificios. Pero también nos ofrece una oportunidad: la de comprometernos con lo elegido y transformarlo en algo valioso para nosotros.
Decidir no es alcanzar un destino final, sino dar forma a un camino que cobrará significado a medida que lo recorramos. Al final, debemos permitir que nuestras elecciones no se definan por lo que dejamos atrás, sino por lo que hacemos con aquello que hemos decidido llevar adelante.
Alba Psicólogos
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