¡Ya os queda poquito para convertiros en verdader@s expert@s! Os dejamos con una nueva entrega que merece la pena leer con atención, ¡disfrutadla!
Capítulo 9 – El buen padre (P.I)
Independientemente del modelo educativo que usted desempeñe (permisivo, autoritario…), también puede ser o no ser un «buen» padre.
«Buenos» padres son aquellos que están tan dedicados a sus hijos que creen que deben hacerlo todo por ellos.
Los «buenos» padres pueden volverse sirvientes de sus hijos. Se aseguran de que se despierten a tiempo y se vistan bien, les están aconsejando constantemente «sé un buen niño», «abróchate la camisa», «límpiate los zapatos», «no te olvides los libros»; les dan de comer cuando ya deberían hacerlo solos, les visten cuando realmente ya no lo necesitan, hacen por ellos todo lo que ellos deberían hacer por sí mismos.
Los «buenos» padres asumen la responsabilidad por todo lo que hacen sus hijos, les roban la autoconfianza y la independencia, no permiten que aprendan por experiencia propia, les protegen de todas las consecuencias que puedan sufrir.
Si creemos en un acercamiento responsable y buscamos tratar a nuestros hijos con respeto, debemos permitirles que tomen decisiones y que experimenten las consecuencias de las mismas, sean positivas o negativas, exceptuando, por supuesto, las situaciones peligrosas.
Los padres educamos; ello implica enseñanza. A un bebé de un año le atamos los cordones de los zapatos. Alrededor de los cuatro años (cuando adquieren la capacidad espacial necesaria) le enseñamos a atárselos y, una vez que ha aprendido, pasa a ser su responsabilidad hacerlo y debe asumir las consecuencias de sus decisiones.
Este ejemplo tan sencillo, puede y debe ser trasladado a todas las situaciones cotidianas como la alimentación, la higiene, el orden, el colegio…
Veamos unos ejemplos de creencias que nos llevan a ser unos «buenos padres»:
• Creemos que tenemos que dar a Luis (que sabemos que puede hacerlo él solo) de comer «porque si no, no come nada, y no se puede ir todos los días a la siesta sin comer». Si no lo hacemos, nos sentimos mal y hasta es posible que consideremos que no estamos cumpliendo con nuestra función. ¿Qué posibilidades tenemos de que Luis coma solo, si todos los días le damos de comer? Y, como él sabe que lo vamos a hacer, sólo debe esperar. Le pedimos, le repetimos, le rogamos, nos enfadamos, le castigamos… Al final, ante nuestra desolación y desesperación como «buenos» padres que somos, le damos de comer. Evidentemente nuestro objetivo tiene que ser que Luis coma todos los días y, además, que lo haga solo. Tenemos que conseguir cumplir esos dos objetivos, no sólo uno. Para ello debemos observar y analizar dicha situación para posteriormente decidir que es lo que debemos hacer con el fin de que cumpla esos dos objetivos.
• Santiago parece convivir con sus mocos de forma totalmente natural. Lleva haciéndolo los 26 meses que dura su vida. No nos pide que se los limpiemos, ni tampoco parece mostrar interés por utilizar el pañuelo que hemos puesto en su bolsillo. «Se lo he dicho mil veces, se lo he explicado, le he amenazado con…,pero nada parece importarle, sus mocos siguen ahí y en nada parece afectarle». «Con esa perspectiva lo único que realmente hago es limpiarle los mocos y ya está», «No puedo dejarle con los mocos ahí, eso es dejadez mía, tengo que limpiárselos, es mi obligación». «Total, cuando crezca, digo yo que se limpiará los mocos él solo». En este caso el objetivo es que Santiago aprenda a limpiarse los mocos solo y, una vez que haya aprendido, que lo haga de forma autónoma. Habrá que observar, analizar y, basándonos en las conclusiones a las que lleguemos, elegir una forma de actuación determinada.
• He llegado de trabajar, como todos los días, a eso de las cuatro de la tarde. Mi niña está en su cuna durmiendo. Me siento a comer, y cuando estoy descansando un ratito en el sofá, la oigo como se despierta, voy, la cojo en brazos, la achucho, nos contamos cosas, leemos un cuento como todos los días, vemos dibujitos y le cuento para qué sirve cada cosa que vemos (hoy tenemos el cuento de cosas del baño). Llevamos jugando cerca de una hora y, entonces, decido colocarla en su hamaquita para poner una lavadora, recoger la cocina y…, Mónica me mira desconsoladamente, mientras llora a más no poder. Yo realmente sé lo que quiere, quiere que la coja, que nos sentemos y le cante, hable… Creo que lo que debería hacer es dejarla llorar, es decir no prestarle ninguna atención, cuando me la reclama de forma tan inadecuada, y darle atención cuando pare de llorar, cuando tome un descanso y se calle, pero es tan difícil hacerlo, me duele tanto verla llorar, y además como sé lo que tengo que hacer para que calle, a veces no lo puedo remediar y la cojo». Pensemos detenidamente qué estamos haciendo con esta actitud.
• En la escuela infantil la psicóloga, que es psicomotricista, me ha comentado que es necesario estimular a mi hijo. Debe esforzarse motóricamente y nosotros en casa debemos favorecer la aparición de situaciones que favorezcan ese esfuerzo motor. Oscar sólo quiere estar en la cuna o en la tumbona. Cuando le pones boca abajo o pretendes que se arrastre para alcanzar un juguete, se pone a llorar y no para hasta que le das la vuelta y le pones el juguete en las manos. Total que, cuando pienso «lo mala» que soy haciéndole llorar y, además, que no pasa nada porque lleve un poco de retraso psicomotor, total ya se pondrá a nivel él solito, no hago que se esfuerce.
En realidad, cuando no hacemos lo que supuestamente sabemos que tenemos que hacer, como por ejemplo:
• Que sean independientes y autónomos.
• Que coman solos.
• Responder adecuadamente a una rabieta.
¿Lo hacemos por ellos o, en realidad, lo hacemos por nosotros? ¿O lo hacemos por ambos?
Es evidente que a ningún padre le resulta placentero ver cómo llora su hijo, cómo se siente contrariado y se enfada con nosotros… Los padres intentamos proteger y nos gustaría conseguir que nuestros hijos se sintieran felices permanentemente. Pero hay muchas ocasiones en las que tenemos que elegir.
Veamos la siguiente situación:
Estamos en el parque, ha llegado la hora de subir a casa, no lo podemos posponer más.
Cuando le digo a Inés, de cuatro años, que tenemos que subirnos, la niña entra en rabieta, se pone a llorar, y muy enfadada y a gritos, nos dice que no piensa subir a casa.
Tenemos dos opciones:
• No discutir y subirnos a casa.
• Ceder ante su lucha de poder y quedarnos un rato más.
En el primer caso Inés aprenderá que, cuando papá o mamá dicen algo, ese algo se cumple, de forma amable y respetuosa, pero se cumple.
En el segundo caso aprenderá a «montar la rabieta» cada vez que sus deseos se vean contrariados.
¿Qué le conviene aprender a Inés? Es evidente que a Inés le conviene aprender que el «NO» a veces existe, que hay ocasiones en las que no podemos hacer lo que nos apetece y que las palabras de sus padres son ciertas.
Pero para nosotros es desagradable, hay que tirar de ella, hay otros padres en el parque, chilla, se enfada, nos ponemos nerviosos, nos sentimos mal, con lo cual es posible que intentemos evitar la situación. Pero, ¿por quién lo hacemos? ¿No intentamos evitar una situación que nos hace sentirnos mal?
Nuestra finalidad principal es sentirnos mejor nosotros, que nuestra ansiedad, inquietud o sentimiento de culpa disminuyan, y para ello pagamos un precio muy alto, del que posiblemente no somos conscientes: maleducar a nuestros niños, no enseñarles lo correcto, no favorecerlos, no estimularlos adecuadamente…
Cubrimos un objetivo a corto plazo (que deje de llorar, que coma hoy…) a cambio de un objetivo a largo plazo (que deje de llorar y se adapte a que su madre no siempre está disponible; que coma solo y se sienta orgulloso de ello; que se limpie los mocos y sea autónomo para ello…) y todo por disminuir nuestra ansiedad y sentirnos mejor.
Esta actitud es muy humana: queremos a nuestros niños, queremos que sean felices y que se sientan bien. Es completamente natural la necesidad que sentimos de protegerlos, como también es completamente natural la necesidad de sentirnos bien nosotros, de que nuestros niveles de ansiedad se mantengan bajos y de sentir que nuestros niños están bien, pero esto puede llevarnos a engaño. En la educación infantil muchas veces debemos pensar a largo plazo, no a corto. No siempre lo más fácil es lo mejor.